miércoles, 21 de abril de 2010

Sobre Beethoven y la quinta sinfonía.

Terminada la canción, en solo un momento se quedo sin respiración, al solo escuchar los golpes de la puerta de entrada. Se limito a tranquilizarse. Pablo miro para el lado de la puerta y los golpes seguían sonando.

- Ya es hora, solo puede ser el…

Pablo se levanto como todas las mañanas. Prendió su equipo para escuchar música; se vio en el espejo del baño para poder peinarse y afeitarse, aunque esto último generalmente no lo hacía, ya que le gustaba tener barba. Vio sus cartas, que cada día iban creciendo cada vez más. Pilas y pilas se agolpaban en sus muebles.

Cartas de amor, tanto de su esposa como de su hija, despertaban en Pablo la sensación de angustia por no poder estar con ellas, pero siempre decía lo mismo con respecto al hecho de esta separación forzada:

- Hice lo correcto.

Esa era su rutina, se levantaba, se lamentaba y se angustiaba con la música, al ritmo de los violines, el gran y majestuoso piano y se perdía en la melancolía del autor y de su creación. Ni Vivaldi y su primavera lo alegraban. Toda esa música lo cargaba de dolor y a su vez de coraje. Pero, siempre los hay, solo había un tema de aquella toda esa música cargada de sentimiento que no escuchaba, no porque él no quisiera sino porque las circunstancias lo prohibían.

Pablo, como todo buen oyente de ópera, se perdía al escuchar a Beethoven y su magistral obra. Era debilidad, una debilidad casi mortífera, ya que podría matarlo.

Su música sonaba, se esparcía por el aire sin permiso alguno y entraba por cada rincón de la casa haciéndola prisionera. Pablo ocupo el lugar de su mesa para tomar un desayuno ligero, que consistía en un whisky doble. Eso era todo, y ligero porque se lo tomaba con mucha rapidez.

Cuando se disponía a llevar aquel vaso para lavarlo, lo escucho. Si, aquel tema prohibido estaba soñando. Su parálisis fue total. La ausencia de movimientos cardiacos podían ocasionar la muerte, pero en este caso no hubo muerte, sino miedo, pánico y horror. Se tranquilizo, pensó un instante, giro sobre sí mismo y ahí lo vio sentado con una sonrisa de oreja a oreja.

- No se puede escapar de el, Pablo. Simplemente no se puede.

- ¡Yo no puse ese tema, Ludwing! ¡Lo juro!

- Lo sé, fue el- dijo mientras con su dedo trataba de dirigir la música.

- Viene por mí, ¿Verdad?

- Debo confesar que fue muy valiente de tu parte lo que hiciste. Eso es amor de verdad, pero temo ser el portador de tu mala fortuna.

- Mi fortuna dejo de importarme hace mucho- dijo Pablo.- Lo único que quiero es que no las persiga a ellas, solo eso pido.

Ludwing asintió con la cabeza. Su pelo despeinado daba señal de nervios, como para no tenerlos, una mente tan brillante como la suya no podía estar un solo momento en paz; sus inventos residían de la lucha constante de ideas y conceptos. Eso era él, un genio, al igual que Pablo. Ambos tenían mucho en común, estaban en la desgracia absoluta, separados de los seres que amaban y con un peligro que los acechaba y amenazaba con dejar este mundo inconcluso.

- ¿Desde cuándo que no tomas la medicación?- le pregunto.

- Desde ya once años- dijo Pablo riéndose.- Veras, ¿Para qué voy a tomar una medicación contra las alucinaciones si igual te sigo viendo?, me parece estúpido desde el vamos.

- A mí lo que me parece estúpido es que desayunes alcohol, y eso que fui muy aficionado al mismo, pero hasta yo tenía mis limites.

Ambos rieron y no pudieron evitar mirarse con aires de desolación.

- Cuando toque la puerta, no le abras, deja que él la derribe. Eso te dará ventaja para el viaje al otro mundo.

- Eso hare, gracias Ludwing.

Pablo lo abrazo. Presentía ya el final y sabía que no lo volvería a ver. Pero antes de que lo dejara ir para siempre, le hizo una pregunta:

- ¿Cómo pudiste escucharlo?

- Solo es sordo aquel que se niega a oír, el que solo quiere escuchar lo que le gusta y lo que es para su conveniencia. A nadie le gusta la verdad, por mas dibujada que se la presenten.

- ¿Y valió la pena la quinta sinfonía?- pregunto Pablo mientras se le caía una lagrima.

- No me arrepiento ni un solo momento de haberla escrito, es más, me siento orgulloso de que el mundo conozca como un día vino el hasta mi. Acuérdate de algo, Pablo, hombre es aquel que se enfrenta a las tempestades con perseverancia; que aunque este vencido sigue luchando hasta su último aliento. La victoria, en todo ámbito de la vida, es pasajera, pero lo que es para siempre es la derrota. Desde el momento que nacemos sabemos que vamos a morir, pero está en nosotros vivir como queramos hasta que nos llegue la hora, sin embargo no todos se enfrentan ante el cómo lo hiciste tu, y me entristece ver el confinamiento al cual te ha sometido. Me despido porque no resisto ver como mi historia se refleja en ti.

- Adiós y espero volver a verte.

- Sí que me veras. Porque la manda acá, pero no manda en el otro mundo, y allá te esperan con los brazos abiertos.

Ludwing se desvaneció y Pablo se hecho en un llanto ensordecedor. Era más que comprensible, el miedo que tenía era mucho mayor que el de aquella noche trágica.

¿Que podría haber hecho entonces?, era padre y daría la vida por su hija, la luz de sus ojos, el sol de sus días y la luna de sus noches.

Luego de purgarse de su dolor, fue hasta el baño y se lavo la cara. Sus ojos estaban tan rojos que parecían volcanes en plena erupción. Se vio en el espejo, he hizo un gesto en señal de afirmación. Abrió las canillas de la bañera, se quito la ropa y se metió adentro.

Terminado el baño, se dirigió hasta su habitación y saco su antiguo traje de conciertos. Ese pantalón impecable sin arrugas, ese saco con hombreras que tuvo el placer de resguardar a Elisa, su hija, y a Carmen, su mujer, en un mejor tiempo. Se miro en el espejo verificando que todo estuviera bien. Terminada esta tarea, se dirigió al piano, hacho con un gesto brusco pero diplomático la cola de su saco hacia atrás y se sentó. No tenía un buen semblante. Estaba pálido y algo mareado, pero no le importo en lo mas mínimo a la hora de agarrar las partituras y acomodarlas en su orden original.

Ahí estaba, sin música más que la de su piano, que entonaba la canción más bella para él y por la cual había decidido el nombre de su hija: Fur Elise.

Era una noche fría y con una lluvia iracunda. Carmen seguía preparando paños fríos para bajar la fiebre de su hija, que no le daba tregua. Tanto Pablo como ella, sabían que Elisa no tenía ninguna esperanza de vida, lo que estaban padeciendo era su interminable agonía.

- Padre, ¿El destino vendrá por mí como lo hizo por Beethoven?- decía Elisa mientras estrechaba la mano de Pablo.

- No, no te llevara, tu eres joven y te queda una larga vida, Elisa.

- Pero el tocara a mi puerta y me pedirá explicaciones, ¿No es así?

- No pienses en eso hija, simplemente no lo pienses.

- Me gustaría escucharla de nuevo, la quinta sinfonía, aunque sea la última vez.

Carmen se deshacía en llanto al escuchar a su hija y Pablo lo único que atino hacer fue acercarse hasta el equipo para poner el deseo de Elisa. De repente, se escucharon unos golpes muy fuertes. Carmen se acerco para abrir y Pablo arremetió diciendo:

- ¡No abras Carmen, es…!

Pero ya era tarde. El Destino había entrado y tenía un solo propósito: llevarse a Elisa.

- Disculpe, pero mi deber es llevarme a su hija- se limito a decir aquel ente vestido de negro y con una máscara que le cubría su rostro.

- ¡Por favor, no lo haga! ¡Solo tiene diez años!- gritaba Carmen.

- Lo siento, pero es mi deber.

La música sonaba implacablemente por toda la casa. Elisa comenzó a llorar por el miedo y Pablo se había interpuesto en el camino del Destino.

- Déjame pasar, Pablo, no querrás que tu mujer llore dos muertes.

- ¡No te llevaras a mi luz, mi sol y mi luna!

- Déjame pasar- dijo el Destino levantando la mano listo para quitarlo del camino.

Forcejearon un rato y Carmen se abalanzo hacia Elisa y la estrecho entre sus brazos, en un vano intento de protegerla.

- ¡¿Crees que podrás conmigo simple mortal desgraciado?!- gritaba el Destino.

- No te la llevaras.

- Después de todo lo que hice por vos. Yo te di el don para que tus manos toquen las melodías más hermosas y también te otorgué la capacidad para que pudieras crearlas y expresarlas, ¿así me lo pagas?

El último forcejeo se quedo con Pablo para su desgracia, ya que de un golpe rompió una parte de la máscara del Destino y por solo un instante pudo ver la eternidad con toda claridad.

El Destino, encolerizado por este hecho, agarro uno de sus cuchillos y se lo clavo en el medio del pecho de Pablo. Esto no lo mato, sino que lo marco.

- ¡No me llevare a tu hija, pero tu estas condenado a no verla ni a ella ni a tu mujer, porque sino ambas morirán, ese será tu castigo por habérteme enfrentado. Todavía no es tu hora, pero recuerda muy bien esta música, Pablo, porque cuando esta suene será tu fin y vendré por ti. No podrás y no hozaras siquiera escucharla antes de tiempo. Solo cuando sea tu hora, solo en ese momento podrás conocer toda mi furia. Que tu desdicha sea lo más dolorosa posible, ya que por mi parte, te vendrá la mala fortuna!

El Destino se desvaneció y la música seso justo en el final, como si Beethoven supiera lo que ocurriría.

Al pie de la cama estaban contemplando con tristeza la cicatriz que Pablo tenía en el medio de su pecho.

Allí estaba parado el, perplejo por lo que habían visto sus ojos.